Vistas de página en total

jueves, 18 de abril de 2013


El Cristo Negro de Esquipulas


Según se cuenta en la leyenda, hace muchos años en Guatemala, la policía estaba tras la pista de un sujeto que procuraba ganar dinero con la imagen de un Cristo negro, aprovechándose de la fe, al sentirse perseguido decidió huir, no sin antes llevarse con él la imagen.
No se sabe cómo o por qué, pero este sujeto vino a parar a Guanacaste, donde continuó con sus intenciones de vivir a costillas del "Negrito" como le llamaba la gente al Cristo. Las autoridades locales junto con las de Guatemala decidieron detenerlo, pero éste se escabulló rápidamente, tanto que dejó la imagen colgada en la rama de un árbol en el parque de Santa Cruz, o por lo menos esto fue lo que pensó la gente.
Un vecino decidió recoger y guardar la imagen en su casa, pero la sorpresa la tuvo a la mañana siguiente, ya que ésta había desaparecido, pero el asombro fue mayor al encontrarla nuevamente colgando en el parque, al hecho no se le dio importancia y fue trasladada a la casa del devoto, en la mañana del día siguiente, estaba de nuevo la imagen colgando de la misma rama en el parque, entonces los vecinos comprendieron que la imagen quería un templo y en efecto se lo construyeron.
Por años la imagen ha salido a recorrer las llanuras y vecindarios, aliviando penas y recogiendo limosnas, esta imagen se reconoce por la ausencia de dos dedos en una de sus manos.

El paso de la Vaca

El paso de la Vaca

Recuerdo que una vez me hicieron ir a traer una encomienda cerca del Mercado Borbón, a unos doscientos metros al norte del antiguo Almacén La Granja, en calle ocho, avenidas cinco y siete camino a la antigua Botica Solera, Barrio México. En mis escasos once años lo que más recuerdo es que se me dijo que era por el "Paso de La Vaca" y es hasta ahora que ya sé por qué se le ha denominado con este nombre; bueno, eso creo ...
¿Qué origen tiene la denominación "El Paso de La Vaca"?
Me lo contó un anciano que se las sabe todas, de esos que no pierden ni el mínimo detalle de lo visto o escuchado.
San José era una ciudad "pichoncita", tanto que las casas, al igual que las primeras plumas, iban apareciendo aqui y allá, entre verdura y sosiego. La gente fraternizaba un tanto, pero de lejos. El rudo trabajo apenas les permitía el tiempo de hacer la colación en familia, rezar el rosario, y cuando más antes de recogerse, salir a la "tranquera", a comentar sobre el día de trabajo y escuchar algunas viejas leyendas o historias; a la vez, el poder compartir con algún vecino o viajero que con dificultad pasara por sus casas.
Los domingos asistían todos a la misa, y las comadres hablaban ya que era la única oportunidad para charlar y chismear, mientras regresaban en compañía de las vecinas. Por aquella época -la de esta leyenda- se tenía, como ahora, mucha veneración por los santos y era difícil que en cada casa no se hallaran algunos, aunque fueran en pintura. Sobre todo los San José eran imprescindibles, con la ventaja de que lo mismo servía para la fiesta del patrono, que para figurar en el indispensable portal de fin de año.
Las mujeres, pues, tenían todos sus camarines en que alojaban muellemente las doradas imágenes, y era de verse la solicitud con que limpiaban y acicalaban al Niño Dios o pegaban un cuerno o una oreja -como ahora-, al buey o la mula, si la humedad se había atrevido al sacrilegio.
Y acertó a darse una vuelta por aquí un escultor que venía de Guatemala, recomendado al señor cura de Cartago, sumamente hábil en tallar madera. Todos a una quisieron proveerse de santos de bulto. Pero la desgracia era que el escultor cobraba caro. No hubo más que una casa de unos tales Abarca que pudiera costear los suyos. Y el artista se quedó, y los hizo precisamente al acercarse el fin de año.
He aquí que las comadres salían una mañana a misa despachadas por su pobreza, y una dijo:
- Vayan a ver el portal de Ñor Abarca ...
- ¿Qué tal les resultaron los santos? Son bonitos, pero yo creo que no los pueden bendecir.
- ¿Y eso?
- ¡Pues no va el fuerero ese, el artesano, y le hace los animales imperfectos! En vez del buey y la mula, hizo la mula y una vaca; y es que como a todos los Abarca los llamaban "bueyes" porque trabajaban muy fuerte desde que salía el sol hasta que se acostaba, eran tan trabajadores como los bueyes. Y además de esto, es que la familia de Ñor Abarca eran todos hombres y ninguno se le había casado. Ñor Abarca le dijo al artesano que le ponían tetas o no lo pagaba.
- Si, pero dicen que el cura les dio el permiso para que no les sirviera de mala tentación.
La noticia cundió allí mismo; y por la casa de Ñor Abarca desfiló todo San José, a ver la vaca del paso Y como la cosa era tan singular en realidad, después había quién preguntará:
- ¿ Me da razón dónde vive fulano?
- Coja allí, por la calle de los Abarca...
- No sé dónde vivirán...
- ¡Hombre: aquellos que llaman los "bueyes", los del paso de la vaca!
- ¡Aja! Dios se lo pague.

Las hormigas de Nandayure

Las hormigas de Nandayure

Cuando este humilde servidor de ustedes, comenzaba a viajar por la provincia de Guanacaste, hace unos treinta y dos años, tuvo la feliz oportunidad de escuchar esta leyenda, en Santa Rita de Nandayure, contada por una viejecita en un rezo de novenario, ahí les va:
En cierta ocasión en que la bella Nandayure regresaba de una de sus frecuentes expansiones espirituales , por las alturas de los cerros de Maquenco y Las Camas, desde donde por horas de horas se quedaba extasiada contemplando el mar, sucedió que al llegar a su palenque en Beda, capital del señorío chorotega para antes de la conquista, encontró sus cosas revueltas y a sus numerosas esclavas vestidas con su misma ropa, en un alboroto singular.
Y sucedió que indignada montó en gran cólera y arrojó de su lado a las servidoras que tan mal uso hacían de su libertad en la ausencia de su ama y señora.
Y sucedió que Mantlatl, la jefe de todas, quien las había inducido al mal y era recomendada del cacique Nambí, se quejó a éste por lo que consideraba una afrenta a su nombradía; y el cacique la retornó a su puesto.
Y sucedió que inconforme Nandayure con el fallo de su pariente y señor, tomando la resolución por una grave ofensa a su dignidad, fue a la selva profunda e invocó al Espíritu Creador y le pidió consejo.
Y sucedió que el Gran Espíritu, que vela tiernamente por sus hijos los chorotegas y tenían en gran estimación a Nandayure, le dio el poder de cambiar las formas humanas de sus rebeldes servidoras.
Y sucedió que Nandayure llegada a la tribu, por pura curiosidad, empleo su poder con las jóvenes de su séquito y las convirtió en hormigas zompopas.
Y sucedió que al verlas así, consternada y muy triste se fue a pedir en el monte al Gran Espíritu otro poder para volverlas, pero el ente se negó a concederle esa gracia hasta tanto aquellas criaturas no pagaran con buenas acciones su mala acción.
Y desde entonces existe en toda la región de Nandayure, una clase especial de hormigas que tienen la virtud de adivinar los buenos y malos pensamientos que se esconden dentro del alma de las gentes y así proceden a desterrar de la contornada a todo aquel que se llega allí con malos propósitos.
Los campesinos de por esos lados aseguran que la leyenda es cierta, tan cierta como el aire que respiramos, pues las hormigas en gran diligencia se meten en a los sembrados y arrasan con las matas de aquellos labriegos que albergan malos sentimientos en su corazón.
El agricultor a quien tal dao se hace, está condenado a dejar la región, porque las hormigas de Nandayure jamás lo dejan prosperar.

Los Muerras

Los Muerras

Los Muerras eran gigantes que bajaban por la serranía de Tilarán, o por el Río Frío procedentes del Lago de Nicaragua; indudablemente debieron ser los Niquiras, cuyos vestigios se hallan en la Isla Sagrada Zapatera, entre Granada y Ometepe y las Islas Solentiname.
Según la leyenda, los Muerras mataban a los hombres y se llevaban a las mujeres y a los chiquillos. Que una hermosísima de esas indias, pudo escaparse de la isla sagrada y les contó: me tenían en un heptágono en cuyos lados hay siete figuras de diferentes ídolos a los cuales les ponen el corazón de humanos sacrificados, entre las garras de sus dientes. Para llegar a ese altar hay que subir más de mil gradas, por las cuales arrastraban de los pies a las víctimas, que con los repetidos golpes en la cabeza bañaban con su sangre la escalinata. Que ella, con muchas "xícalli" de las bebidas sagradas, una noche se echó a nado desde la isla, y que siguiendo al Sur, por la costa del Lago, llegó a Upala, en donde por casualidad estaba su novio alistando guerreros para pelear con los Muerras. Pero que después de cinco lunas de terrible desesperación, como estaba idiotizada por las supercherías de los Nahuatis y por los sacrificios humanos que le ofrecían al adorarla, no pudo resistir al afligido amor del apuesto indio "boto", quien al verla muriéndose juró vengarse.
Desesperado el indio, no enterró el cuerpo de su amada, sino que lo echó atado con una piedra al río Zapote por la noche, y, atravesando la montaña, llegó anocheciendo, después de trotar durante todo el dla, a la desembocadura del Caño de Mango en el Río Frío. Que al pasar a nado el río en donde la verde y tropical ribera forma un riquísimo marco, aún hoy, al magnífico espejo líquido, espejo mucho mejor que de cristal de roca, la india se le apareció dentro del agua y que con ademanes le decía: vete a dormir tranquilo, y cuando despiertes encontrarás unas plumas a tu lado, póntelas en tu cabellera y te sentirás fuerte como los Muerras. Para probarte eso, coge después los carrizos de la orilla del río y verás que cuantos cogieres se harán en tus manos mazos y hachas, arcos y flechas, con los cuales y con tu misma gente matarás a los Muerras en su próximo viaje.
Esa es la leyenda, para terminar sus abuelos le contaban, que los mismos abuelos de sus abuelos ... habían matado a todos los Muerras, pero que habían quedado tan mal, que se morían en el Caño al lavarse tanta sangre de las heridas y, que por eso, siempre que iban al Caño de la Muerte, se lavaban las piernas para recordar el consejo de la india, cuya cara en las noches del astro, todavía se ve en la lumbre del agua.

La Tulevieja

La Tulevieja

Nuestros mayores se valían de cualquier cosa para inducir miedo a los más pequeños y así mantener el orden del hogar.
Esta era una viejita que vivía cerca del río Virilla en una casucha destartalada por el tiempo, usaba para taparse del sol un gran sombrero de "tule", hoja amplia de la planta del mismo nombre
¡Se lo va a llevar la vieja de la tule!, decían a aquellas criaturas que amedrentadas huían al verla recogiendo leña cerca del río.
Al pasar de los años, ésta se convirtió en una leyenda describiéndola de la siguiente manera:
"Gran sombrero de tule, pechos al desnudo, patas de gavilán, alas de murciélago, rostro de bruja y carga de leña."
Se dice que alza vuelo y cae sobre la persona despedazándola cuando esta se encuentra en pecado mortal.
La primitiva población de Dos Cercas, más tarde aldea de Desamparados, la asentaron los padres franciscanos que intervinieron en la colonización de Costa Rica, en un vallecito agreste, rodeado de montañas y regado por tres ríos: Tiribí, Damas y Cucubres. scogieron un punto intermedio, más o menos, entre las antañonas poblaciones de Aserrí y Curridabat. Un lugar de descanso y refugio, en las horas de fuerte sol o de persistentes lluvias.
Como el medio era tan bello, de una vegetación rica, las gentes desarrollaron su imaginación fantasiosamente creando una serie de leyendas. La leyenda es la poesía de! campesino.
García Monge recogió una, titulada "El caballito de oro". Francisco María Núnez, la de "El ataúd volador de Ñor Prudencio", y algunas otras más. Quedaba por consignar en el papel, antes de que se pierda en el olvido, la de La Tulevieja.
Recordemos que, como las gentes se bañaban en los ríos, y de ellos tomaban el agua de consumo, entonces cristalina, pura, hubo remansos escondidos entre la fronda, diríamos, poéticos; que recibieron nombres y dieron origen a hermosas leyendas: La poza de La Unión, donde se unen los ríos Tiribí y Damas: La de Cancancho; la de La Selva, y muchas más.
Concretando, nos referimos a la Tulevieja. No olvidemos que las mujeres campesinas solían usar un sombrero de paja, puntiagudo, que se calaban hasta los ojos. Lo llamaban "tule". Generalmente estaba renegrido por las manchas de platano o de café. Les servía para librarse del sol o la lluvia, y también de los insectos, especialmente de las avispas que suelen enredarse en el pelo y constituyen una mortificación.
La Tulevieja era una señora entrada en años y mañas. Se dice que hasta dormía con el sombrero puesto, Deformado, sucio, con un aspecto de chupón.
La chiquillería burlona le puso el apodo de Tulevieja, y se complacía en molestarla. Ella entraba en enojo y, si tenía una rama a mano, corría tras ellos, tratando de alcanzarlos para darles su merecido. Nunca lo lograba. Sus bravatas estimulaban a los traviesos muchachos.
La Tulevieja iba a los cafetales a buscar "charramasca", o sea, leña menuda. De paso, cargaba un racimo de plátanos sobre su cabeza. El tule, cada día más renegrido.
Un día el viento le voló el sombrero que cayó sobre las turbulentas aguas del entonces crecido río Tiribi, arrastrándolo en su corriente. Ella voló en su persecución. La cabeza de agua de la gran creciente la ahogó.

La leyenda del Barva

En aquellos tiempos en que los conquistadores españoles ocupaban nuestros territorios, dos de ellos, perdidos en los rincones de esas montañas, subieron hasta la cumbre del Barva. Mientras caminaban casi exhaustos de hambre y de cansancio, encontraron un inmenso tesoro, que los indios, en su fuga, habían dejado oculto.
Sus espíritus revivieron de gozo, pero uno de ellos sólo pudo disfrutarlo por pocas horas; la enfermedad y la fatiga lo rindieron y murió, después de haber encargado a su compañero que, con su oro, levantara allí una ermita a la Virgen del Pilar, que es la pa-trona de los españoles.
Este juró cumplir, pero luego la codicia lo aguijoneó haciéndolo pensar en adueñarse de todo el tesoro.
Enterró a su amigo y, loco de ambición, cargó el tesoro y caminó toda la anoche, y el siguiente día hasta que el sueño lo hizo tenderse a descansar. Al despertar vio con espanto que se hallaba en el mismo sitio donde había salido el día anterior y a la par de la tumba de su amigo. Mientras trataba de convencerse de aquello, vio aparecer sobre unas rocas una hermosa y bellísima muchacha que al mirarlo se cubrió el rostro y comenzó a llorar.
Admirado corrió hacia ella para hablarle y preguntarle el motivo de su llanto.
— Lloro —dijo ella—, por los hombres sin fe y que no saben cumplir la palabra empeñada.
Mas lleno de asombro le preguntó quién era.
— Pilar- dijo la niña y continuó llorando.
Recordando aquél su promesa, de nuevo ofreció hacerle el templo, con todo el tesoro, con tal que lo ayudara a salir del monte, pero ella entonces despreció su ofrecimiento y siguió llorando, tanto, tanto, que con su llanto fue llenando la oquedad del monte y como por encanto fue deshaciéndose. El fsícj, loco, desesperado, comenzó a buscarla alrededor de la laguna, llamándola, pero en vano y en su grito de angustia murió también.
Y es decir de las gentes, que por las noches, el que va a dormir solo al monte, ve levantarse de la laguna la iglesia de la Virgen del Pilar.

La leyenda del Turrialba (I)


Hace muchísimos años, antes de que los españoles vinieran a estas tierras, vivían en la región de lo que hoy conocemos como Turrialba, indios fuertes y valientes, dispuestos a defender su territorio y a las gentes de su tribu. Estos indios eran artistas y trabajaban el barro con mucha maestría. Ellos hacían vasijas y ollas, adornadas con lindos dibujos, también figuras de gente y de sus dioses. Eran inteligentes y cultos. Tenían su música y sus danzas. Los instrumentos musicales los fabricaban ellos mismos con pieles y cueros de animales que cazaban.
En ese tiempo, el cacique de la tribu era un hombre entrado en años, que había quedado viudo. Tenía una hija. La cuidaba como su mejor tesoro. Ella se llamaba Cira. Cira era una india muy bella, de quince años, de cuerpo esbelto, pechos en maduración y carnes morenas provocativas. Su cabello era largo y de color negro, era además caritativa y amorosa con todos; manejaba el arco y la flecha con destreza. Ella iba a bañarse al río, bien custodiada por otras mujeres de la tribu, que peinaban sus largos cabellos y los perfumaban con aceites de flores.
El cacique quería darla en matrimonio a un joven de la tribu, guapo y famoso cazador. Este joven regalaba a Cira conchas de colores para adornar su cuello y sus brazos. Pero Cira no lo quería. Ella estaba enamorada de un indio de otra tribu. Su amor era secreto y nadie, ni siquiera sus más íntimas amigas, lo sabían. Solo una vez lo había visto, cuando se reunieron todas las tribus de la región para danzar y jugar. Pero desde esa vez, la imagen del indio quedó grabada en su mente. Sólo quería verlo. Muchas veces, guiada por aquella idea, Cira se había adentrado en el bosque con la ilusión de encontrarse con él. ¡Nada! Parecía habérselo tragado la tierra.
Un día, las ganas de ver al muchacho no la dejaban dormir. Cira se levantó. Echó a andar como llamada por una voz extraña. La luna estaba clarísima. Alumbraba todo el campo. Silenciosa se alejó del campamento de su tribu. Estaba asustada y oía latir su corazón. Tenía miedo de que alguien de su tribu la hubiera seguido. Sus pies quebraban las ramitas secas, sintió miedo, gritó, pero las tinieblas devoraban su grito; comenzó a llorar. Los animales nocturnos huían asustados. Caminó y caminó, internándose cada vez más. Ya cansada de vagar se sentó a la par de un enorme tronco de un viejo árbol para recuperar las fuerzas por un momento, pero se quedó dormida. Los árboles dejaron penetrar hilos de plata que iluminaban el rostro de aquella virgen salvaje. Entonces tuvo un hermoso sueño: el hombre que ella quería llegó y le dio un beso. Cira se despertó sobresaltada, llamándolo. Cuando abrió los ojos vio a un joven indio, alto, y apuesto, que le sonreía dejando entrever una dentadura blanca y parejita ¡Era su amado! Efectivamente, él se había detenido ante aquel diamante rodeado de esmeraldas.
La alegría de encontrarse fue tanta que los jóvenes se abrazaron y se besaron una y otra vez. El hombre le cantó su amor acompañado del leve suspiro de las hojas que crujían ante el alba que nacía, débil cinta de plata iluminaba la pareja feliz; las estrellas temblorosas, como pétalos de rosa que se marchita, comenzaban a huir. Y allí nació un amor vigoroso y bello, como bella es la naturaleza que les sirvió de escenario. Mientras tanto, en la tribu de Cira había confusión, el padre de Cira había ordenado la búsqueda de la muchacha. Muchos indios andaban por todo el bosque llamándola desesperadamente, los caracoles punzaron el espacio con su grito de alerta. El viejo cacique, el primero, se internó en la selva que ocultaba a su diosa. Todos los indios con sus arcos lisos, le seguían de cerca. Caminaron, caminaron; el sol se desprendía alegre y coquetón de la cima.
Los dos amantes estaban ahí al pie del tronco, muy abrazados. Cuando su padre vio a ambos jóvenes, su enojo no tuvo límite y lanzó un grito que hizo temblar la selva, pues el indio pertenecía a otra tribu. Entonces quiso separarlos y matarlos, pero al levantar su arco para atravesarlos, la tierra se agitó y abrió sus entrañas y se tragó a los dos jóvenes. Luego salió una columna de humo sagrado, como testimonio o apoteosis del amor eterno entré ambos jóvenes de dos razas y de la tierra brotó lava y piedras hasta convertirse en un volcán.
Salud para todos, 1977; Salguero


La leyenda del Turrialba (II)


Muchos años ha, antes de la conquista, habitaban esta fértil región, indios fuertes y valientes. El Cacique, viejo viudo, cuidaba como único tesoro a su hija, hermosa joven de quince años, de cuerpo esbelto, de pechos en maduración, carnes morenas provocativas.
La Tribu vivía feliz. Cira, tal era el nombre de la joven india, era caritativa y amorosa con todos; manejaba el arco y la flecha con destreza.
Una tarde de verano en que el sol, como gota de sangre, se hundía tras la montaña, Cira sintió el encanto de la selva murmuradora y se inició por ella; fue recogiendo florecillas, internándose cada vez más. Ya el cielo arrojaba sus lágrimas. Cira, cansada, sentóse sobre un viejo tronco, la oscuridad de la selva la envolvía; sintió miedo, gritó, pero las tinieblas devoraban su grito; comenzó a llorar; su cuerpo fatigado buscó la fresca hierba, se quedó dormida. Los árboles dejaron penetrar hilos de plata que iluminaba el rostro de aquella virgen salvaje.
La selva crujió ante el paso de un hombre, los árboles lanzaron un quejido; un indio herrante, de otra raza, entraba en la selva; caminó un poco, se detuvo asombrado; ante sus pies estaba Cira, sus ojos dieron con aquel diamante rodeado de esmeraldas; se inclinó y posó sus labios, como roce de alas, sobre los de la hermosa india; la virgen se estremeció, púsose de pie, quiso huir, pero unos brazos fuertes rodearon su cintura; el indio alzó su presa y corrió hacia la cima, ahí se detuvo y sentó a Cira a su lado, le cantó su amor acompañado del leve suspiro de las hojas que crujían ante el alba que nacía, débil cinta de plata iluminaba a la pareja feliz; las estrellas temblorosas, como pétalos de rosa que se marchita, comenzaban a huir.
En la tribu de Cira había confusión; los caracoles punzaron el espacio con su grito de alerta.El viejo cacique, el primero, se internó en la selva que ocultaba a su diosa. Todos los indios con sus arcos listos, le seguían de cerca. Caminaron, caminaron; el sol se desprendía alegre y coquetón de la cima.
El viejo cacique lanzó un grito que hizo temblar la selva; Cira estaba allí, en brazos de otro hombre; los arcos inflaron sus vientres, prestos a arrojar sus lenguas mortales, pero la selva se agitó, abrió un inmenso vientre y ocultó a dos seres felices ya; una columna de humo sagrado salía de aquel vientre, como apoteosis del amor de dos razas.
Años después, cuando los intrépidos conquistadores allaron esta región, sus ojos se extasiaron ante aquella columna de humo sagrado, le dieron el nombre de torre-alba, que luego, con el trotar de los años, los moradores de esta región lo cambiaron por el de Turrialba.
Así nació nuestro Volcán Turrialba.



La Piedra de Aserrí y la Bruja Zárate


Había una vez una pintoresca ciudad llamada Aserrí ubicada a 11 km al sur de San José y gobernada por un español ilustre y bien parecido, de quien la Bruja Zárate se enamoró perdidamente. El la despreció y entonces ella juró vengar aquel desaire que le hizo el español. Días después amanecía la aldea convertida en una enorme piedra, los habitantes en animales de la montaña y el orgulloso español Pérez Colma pasaba a la categorfa de pavo real.
La Zárate era una mujer blanca, gorda, pequeña, de ojos grandes y negros, mirada maliciosa, usaba peinado con dos trenzas, dueña de sí misma, solía curar a sus enfermos y cuando le consultaban casos tristes, les obsequiaba frutas que al llegar a sus casas estas se convertían en piedras preciosas y monedas de oro.
Cierto día, un señor llamado Diógenes Olmedo fue a visitar a la famosa Zárate, para ver si le daba suerte y fortuna. Después de caminar cerca de seis horas, llegó al anochecer a la piedra y cansado de dar vueltas alrededor de ella sin encontrar un medio para poder hablar con la Bruja Zárate, resolvió recostarse en la piedra y esperar. Esperó tanto que el cansancio lo dominó y se quedó dormido. Horas después deliraba, mirando a su lado un árbol en cuyas ramas se posaron unas blancas palomas diciéndole con voz humana: "Si quieres hablar con la encantadora Zárate, da tres golpes a la piedra y dí las siguientes palabras: -Busco en vano mi ideal... años caminando y siempre en pie, linda Zárate escucha y ábreme por el amor al pavo real". Seguidamente las palomas retomaron el vuelo dejando caer pétalos blancos.
Diógenes despertó... Ya era medianoche, levantándose dió tres golpes a la piedra y al mismo tiempo repitió las palabras que le habían dicho las palomas. En ese instante la piedra se iluminó, apareció la Zárate con un chal tinto cruzado por los hombros, en sus dedos un cigarrillo encendido y en la otra sujetaba con una cadena un lindo pavo real. Se dirigió con amabilidad al pobre hombre que temblaba de pavor diciéndole: ¿Qué de mi, buen hombre. En que puedo complacerte? Diógenes, tomando valor se acercó, la saludó inclinándose y luego le contó su doliente historia, su viudez, sus hijos enfermos y hambrientos. La Bruja Zárate. como si recordara algo y pensativa le preguntó: ¿Cuánto tiempo hace que murió tu esposa y cómo se llamaba? El pobre hombre le respondió: -Ella no murió... hace dos años salieron ella y unas amigas a bañarse a un río en la montaña... nunca más se supo de ella ni de sus amigas, desaparecieron misteriosamente... su nombre era Lupita Olmedo. La Zárate movió sus cejas, aspiró el humo de su cigarrillo y con una carcajada estripitosa enfrió la sangre del pobre hombre y le dijo: "Conmovida por tu amargo sufrir y porque me has pedido por el amor de mi ave favorita, el pavo real, te voy a dar lo que necesitas". Caminaron una hora montaña arriba y por fin llegaron a una planicie en donde una hermosa laguna rodeada de bambues, toronjas y limones emergían de ese bello lugar, la bruja tomó varias toronjas y le dijo: Toma, aquí tienes el alimento de tus hijos". Diógenes llenó su alforja con los frutos, en ese instante doce palomas blancas se posaron sobre los bambues y la bruja Zárate le dijo: "Puedes marcharte ya, esas palomas te serán de guía".
Regresaba el pobre hombre pensativo y desilusionado, llevando en los hombros aquel cargamento de toronjas y en el alma la promesa de una mujer coqueta y repugnante. ¿Para qué tanta fruta y tantas palabras vanas?... Llegando a la mitad del camino y sintiendo aquella pesada carga decidió aliviarla, y arrojó seis toronjas por un precipicio hasta llegar a un río y desaparecer. Más aliviado prosiguió su camino, sus hijos lo divisaron y echaron a correr hacia el preguntándole que les había mandado la señora Zárate. Diógenes fingiendo alegría, les contó que ella les mandaba unas hermosas toronjas y que al día siguiente llegarían doce palomas blancas a darles una sorpresa. Los niños se durmieron esa noche, esperando el día siguiente para atrapar las palomitas y divertirse con las toronjas. Al día siguiente las toronjas amanecieron convertidas en oro puro, y más tarde Diógenes y los niños percibieron el ladrido de los perros y pisadas de caballos, cuál sería la sorpresa al ver que regresaban las doce paseantes que una mañana, felices fueron a la montaña y no regresaron. Lupita Olmedo venía adelante galopando para estrechar a sus hijos y su inconsolable esposo. Y contaban que la bruja Zárate, al verlas bañandose en el río tuvo la ocurrencia de convertirlas en palomas blancas y que formarían así su corte de honor. En cuanto al pavo real, le prometió que tan pronto consienta en ser su esposo, le devuelve su forma primitiva, pero el honorable español conservará su abolengo, es preciso resignarse a ser pavo real prisionero, antes que esposo de la hechicera en libertad.



La Piedra de Aserrí
Autor: Quirós R. Tomado de: Leyendas costarricenses. Compilador Elías Zeledón.

Era otra época, eran otros tiempos; y el pintoresco poblado de Aserrí, estaba gobernado por un español ilustre y bien parecido; Pérez Colma era su nombre y muchas las miradas femeninas que seguían sus pasos y muchos los corazones que suspiraban por el apuesto hombre.
Entre ellas sobresalían los ojos negros ojos de mujer misteriosa: Zárate.
Baja y gorda, era esta señora, cuyos grandes ojos tenían una mirada fiera y maliciosa, al hablar movía mucho las cejas y salpicaba su conversación de estridentes carcajadas.
Acostumbraba peinar su oscurísimo cabello en dos trenzas y su andar era cadencioso. Zárate era muy dueña de sí misma, acostumbraba imponer a todo el mundo sus caprichos y también solía curar sus enfermedades, y es que ella era una bruja. Un bruja cuando acudían a ella genes con casos tristes, les obsequiaba frutas, luego la gente al llegar a sus cosas descubrían que estas se habín convertido en piedras preciosas y monedas de oro.
Así era la mujer que se había enamorado de Pérez Colma, pero el orgulloso español la despreció, y ella juró vengar aquel desaire.
Días después la aldea amaneció convertida en una enorme piedra, los habitantes en animales de la montaña y el apuesto gobernador en pavo real.
Pero como el tiempo no pasa en balde, con el correr de los años, nuevos pobladores llegaron a esos lares y levantaron sus casas, sin sospechar que dentro de aquella piedra vivía la Zárate, con la esplendidez de una sultana de cuento oriental.
Por las noches, ella abría la piedra y daba albergue a todos los animales, inclusive al hermoso pavo real, a quien llevaba sujeto de una de sus patas, por una cadena de oro.
Pero aunque el tiempo había pasado, todavía había gente que sabía del poder de la bruja; y acudía a ella en busca de remedios a sus males.
Cierto día, un hombre llamado Diógenes Olmedio, fue a visitar a la famosa hechicera, su corazón estaba atribulado, hacia dos años su esposa y unas amigas habían desaparecido, aquello destrozaba su corazón y el de sus hijos.
El pobre hombre caminó seis horas hasta que por la noche llegó al poblado, al divisar la piedra, se acercó a ella y luego de rodearla varias veces en busca de la misteriosa mujer, ya cansado, resolvió recostarse un rato con la mole mientras esperaba. Pero eran tanto su cansancio, que pronto se quedó profundamente dormido.
Horas después, entre sueño, él sientió que era despertado por un suave batir de alas; al mirar hacia un árbol cercano, pudo ver como unas palomas blancas se posaban en sus ramas y al mirarlo con voz humana le dijeron:
- Si querés hablar con la encantadora Zárate, da tres golpes a la piedra y di los siguientes versos:
"Busco en vano mi ideal
años caminando y siempre en pie,
linda Zárate escucha y ábreme
por el amor del pavo real"
Y después de referirle esta confidencia, levantaron vuelo.
Era casi la media noche, cuando el hombre despertó, y se decidió a seguir las indicaciones recibidas en el sueño: dió tres toques a la mole y recitó los versos... entonces, en ese mismo instante, la piedra se iluminó y parecia abrirse, más parecía un poblado, con sus casas y calles; entonces oyó abrir y cerrar puertas, escuchó ladridos, voces y risas; y la luz que emanaba el lugar, parecía haber convertido la noche en día.
Diógenes se restregó los ojos, ¿estaría soñando? Pero sus dudas se desvanecieron ante la presencia de una mujer bajita, vestida de negro con un chal oscuro sobre los hombros, quien avanzaba hacia él con un pavo real sujeto por una cadena de oro.
La Zárate se dirigió a él con mucha amabilidad:
-¿Qué deseas de mí buen hombre?
Diógenes se armó de valor para contar a la misteriosa señora todas sus atribulaciones, cómo había desaparecido su mujer, su soledad, sus hijos enfermos, la falta de trabajo y comida.
- Fue hace dos años señora, que ella y sus amigas salieron de paseo... eran doce con mi mujer; ellas fueron a bañarse al río, y de pronto el misterio, desaparecieron para nunca más volver, ni sus cuerpos encontramos. Se llamaba Lupita de Olmedo - le contó en medio de sollozos.
Entonces ella, se quedó pensativa, como recordando algo y como hablando para sí misma dijo:
- Hace dos años que la perdiste, si dos años... pero ella y sus amigas no murieron... ¡Ya se cuál es...!
Zárate hizo una seña al hombre de que la siguiera, mientras le comentaba:
- Estoy conmovida por tu sufrimiento y como me pediste ayuda en nombre de mi ave favorita, te voy a dar lo que necesitas.
Caminaron por la montaña, la cual lucía preciosa: corría una suave briza y estaba llena de luz (¡cómo si fuera de día! ).
La Zárate soltó la cadena del pavo real, quien sacudió sus alas y mostró orgulloso toda su belleza, entonces lanzó un alegre grito, el cual fue respondido a manera de saludo, por los animales de la montaña.
Luego de caminar como una hora, llegaron a un hermoso paraje, donde crecía un árbol de toronjo.
La mujer arrancó doce de sus frutos y se los entregó a Diógenes, al tiempo que le decía:
- Tomá, aquí tenés alimento para tus hijos.
El hombre, sin comprender, abrió la alforja que llevaba al hombro y las echó dentro.
Entonces se oyó un suave aleteo y doce palomas blancas llegaron a posarse en el toronjo.
- Ahora podés marchar buen hombre, y mañana, esas palomas blancas te van a dar una sorpresa muy mía, esperalas.
Diógenes regresó sobre sus pasos, iban tan pensativo y desilusionado, que no notó que al alejarse de aquél lugar, volvía a ser de noche, o más bien de madrugada, ya que el sol apenas empezaba a rayar.
Pero el cargamento de toronjas pesaba en la alforja, entonces al llegar a un despeñadero, él decidió dejar allí la mitad de las frutas, para aligerar su largo viaje a casa.
Ya había avanzado el día cuando sus hijos lo divisaron acercándose a la casa, corrieron a su encuentro preguntándole qué les había mandado la señora Zárate.
Diógenes, fingiendo alegría les dió las frutas diciendo que ellas se las enviaba para que jugaran y que al día siguiente recibirían la visita de doce palomas blancas, muy lindas que vendrían a jugar con ellos.
Los chicos casi no pudieron dormir esperando que amaneciera, para ver las palomas que según Zárate les traerían una sorpresa.
Y muy temprano en la mañana, con asombro todos descubrieron que las toronjas traídas por su padre, ya no eran simples frutas, sino unas bolas de oro macizo.
No habían salido de su asombro, cuando escucharon el ladrido de perros, el galope de caballos y voces de mujeres, todos corrieron a la puerte y ¡qué sorpresa!
Regresaban las doce paseantes que una mañana fueron a la montaña y no regresaron. Lupita venía de primera, deseperada por abrazar a sus hijos y su marido. Fue un encuentro lleno de felicidad.
Más tarde las mujeres les contaron que la Zárate, al verlas bañándose en el río, tuvo la ocurrencia de convertirlas en palomas blancas, para su corte de honor.
¿Y el pavo real?
Bueno, al orgulloso de Pérez Colma, le tiene prometido que en cuanto acepte a convertirse en su esposo, le devolverá su forma humana. Pero el español dice que prefiere ser pavo real prisionero que casarse con semejante mujer.

La bruja de Escazú, la "María Negra"


Cuenta la leyenda que esta bruja era negrita y una de las últimas brujas del pueblo más renombradas, que habitaba al norte de la Iglesia del centro de Escazú.
Se dice de ella que una madrugada fue descubierta por su abuelo Talí completamente desnuda, en media quebrada que pasaba atrás de su casa, y en trance. Al sentirse descubierta, le dijo la hechicera a su abuelo que a nadie le contara lo que había visto. Paternalmente él le respondió: "Oh, María, ya está haciéndole daño a alguna persona". Pasado algún tiempo, el abuelo contó el hecho a algunos vecinos de su confianza y se dice que pocos días después fue castigado por la maldición de su bruja nieta; pues comenzó a darse cuenta de que a medianoche caían algunas boñigas sobre el tejado de su casa y las vacas desaforadas pataleaban y parecía que iban a romper los horcones y barandas de la casa. Salía a ver lo que pasaba... y nada había de raro; todo tranquilo, pues sólo se percibía el olor de las boñigas.
Días después, en un descuido del abuelo Talí, uno de sus pequeños fue hallado muerto a causa de una golosina inofensiva que lo había ahogado. Y para peores males, cuando tenía que ir allá por El Jaboncillo, cerca del sitio del Hatillo, a desyerbar la siembra, al pasar por la casa de la maléfica mujer se le ponía atrás una chancha grande y negra con su cría de chanchitos que le mordían las piernas y lo perseguían a su antojo. Talí se defendía con su cuchillo, pero no lograba ni ahuyentar ni matar a los animales; tal su agilidad sobrenatural. Esto duró unas semanas después, hasta que murió la bruja; y agrega la leyenda que ese día tembló muy fuerte y con retumbos y que la vieja casa de barro de María la Negra se desplomó, quedando totalmente destruida por el sismo. De ahí en adelante, el abuelo Talí gozó de tranquilidad completa y permanente.


La leyenda del Poás
El sacrificio de Rualdo


Costa Rica es un hermoso país de la América Central cuya exótica Geografía exhibe selvas espesas y montañas jalonadas por fieros volcanes. Uno de ellos es el Poás.
En las selvas que se extienden en los alrededores del coloso, viven infinidad de aves cantoras, muchas de ellas con nombres curiosos y muy originales. Sólo una, la más bella por los colores de su plumaje, es muda. Se llama Rualdo y es el principal protagonista de una hermosa leyenda indígena.
Cuenta esta leyenda que hace muchos siglos, antes de la llegada de los conquistadores, el Rualdo era un ave de plumaje corriente pero su canto era el más bello y melodioso de toda la selva.
En los límites de la jungla, cerca del volcán, había un poblado indígena. En una de sus chozas vivía una hermosa muchacha huérfana, amiga de los pájaros...
Todas las mañanas, al dirigirse al río con un pequeño cántaro, la doncella caminaba lentamente, mientras escuchaba extasiada el hermoso canto de las pequeñas aves...
En cierta ocasión, una pareja de Rualdos anidó cerca de su choza. Día a día la joven observaba complacida el alegre ir y venir de los pajaritos, llevando alimentos a su pequeñuelo.
Una mañana...
— Qué extraño, hace dos días no oigo el canto de los rualdos y el pequeño no hace más que piar desesperadamente.
— Algo tuvo que haberle ocurrido a los padres... jamás podrían abandonar a su cría así por así...
— Ven conmigo amiguito, yo te cuidaré hasta que seas grande y fuerte. Conmigo nadie te hará daño.
Desde entonces la muchacha se dedicó con sumo esmero al cuido del indefenso paj arillo. El animalito pronto creció y se hizo vivaz y cantarín, alegrando con sus trinos la morada de la solitaria joven.
El vínculo que se estableció entre el Rualdo y su ama, llegó a ser entrañable. El ave acompañaba a la joven en todo momento y lugar, ella le contaba sus cuitas y confidencias.
Un día...
— ¡La furia del Poás se ha desatado!
La tierra tembló violentamente y los habitantes del poblado salieron de sus chozas, presas del pánico. Mientras bajaban torrentes de lava por las laderas del volcán.
— ¡El dios del volcán está molesto, hay que calmar su furia antes de que sea demasiado tarde!
— ¡Reverenciamos tu grandeza gran dios del fuego y del trueno... compadécete de nosotros!
Los brujos pronunciaban oraciones ininteligibles y le ofrecían al dios volcánico animales y frutas. Mientras tanto, la joven huérfana corrió a esconderse al interior de su choza.
— No temas pequeño Rualdo, pronto pasará la furia del gran dios. El volcán rugía cada vez con mayor furia.
— El gran dios no se conforma con nuestras ofrendas... parece pedir algo más...
— Sí... y yo creo saber que quiere...
El brujo más anciano decidió acercarse a la lava para confirmar sus corazonadas
— Quiere un sacrificio humano
— ¡Soy tu confidente, gran dios del fuego... dime con qué ofrenda calmaremos tu furia!
El monstruo confió sus secretos al gran brujo...
— Quiero en sacrificio a la doncella más hermosa del poblado... la doncella más hermosa del poblado...
— ... La doncella más hermosa del poblado... yo sé bien donde vive... en la vieja choza con su Rualdo.
El brujo convocó a todos los líderes del poblado y los enteró sobre los deseos del dios del Poás.
— No hay tiempo que perder, vamos por esa doncella antes de que sea demasiado tarde.
En el interior de la choza, la joven yacía escondida en un rincón, acompañada de su Rualdo. Su corazón parecía avisarle del peligro que corría su vida.
De pronto...
— Sabemos que estás ahí muchacha, hemos venido por ti para sacrificarte al gran dios del fuego.
— No por favor, no quiero morir.
— Es inútil que implores piedad muchacha, todo el pueblo atiende los deseos del gran dios del volcán.
La doncella pronto comprendió su imposibilidad de luchar contra los designios de su pueblo. Su vida y su belleza eran inevitablemente el precio a pagar para salvar a los suyos de una muerte segura.
— Si me niego al sacrificio, el dios del volcán aniquilará entonces a todo este poblado y yo, de todas formas, moriré. Ofrendaré mi vida para cumplir la voluntad de mi raza y salvar así a muchas vidas inocentes.
Venciendo sus temores, la muchacha se entregó a los supremos sacerdotes.
A lo alto, el monstruo volcánico esperaba impaciente a su víctima.
El sacerdote condujo a la doncella cerca del cráter. Ahí, mascullando oraciones, la dejó en libertad para que avanzara hacia el fuego. No podría ya retroceder, a sus espaldas esperaban los cuchillos del pedernal...
— Por el bien de mi pueblo, por la salvación de mi raza, acógeme en tus entrañas, gran dios del fuego y de la lava...
La muchacha dio unos pasos vacilantes y entonces...
— Gran dios del Poás, te imploro el perdón para mi ama...
Volando en círculos sobre el cráter, mientras burlaba las lenguas de fuego, el Rualdo habló al volcán en el lenguaje misterioso de la naturaleza...
— A cambio de su vida te ofrezco la armonía de mi voz
Y el Rualdo cantó como nunca antes lo había hecho. La maravilla de sus melodiosos trinos vibraron en el ambiente, ahogando el rugido del coloso volcánico.
El Poás se enterneció, la dulzura de los cantos hicieron saltar sus lágrimas, llenándose con ellas el cráter en medio de una gran hu-madera.
El fuego y la lava se extinguieron, ocupando en su lugar una hermosa laguna que cubrió gran parte de la oquedad del volcán.
Testigos maravillados de tan soberbio espectáculo fueron la hermosa doncella huérfana y su noble Rualdo, el cual seguía volando en círculo sobre el enorme cráter...
Las ardientes emanaciones del fuego extinto habían secado su voz para siempre pero el calor doró sus plumas y las matizó de hermosos colores azul y verde.
En adelante la selva jamás volvería a deleitarse con la mágica armonía de sus trinos, pero su hermoso plumaje sería una melodía visual para todos aquellos que gozaban del privilegio de verlo volar sobre bosques y montañas. La doncella regresó a la aldea, en medio del asombro y el silencio reverencial de toda la población.
Cuenta la leyenda que el Poás, ennomblecido por el sacrificio del Rualdo, nunca dejó de llorar. De cuando en cuando deja escapar chorros de vapor caliente... son los llantos tardíos del gran dios del fuego y de la lava...

La Negrita


Por los años de 1635, la Puebla de los Pardos era un barrio segregado de la ciudad de Cartago, compuesto exclusivamente de mestizos. Era costumbre en casi toda la América española segregar a los mestizos de los blancos, obligandolos a vivir separados, hasta la fuerza de la Ley llegaba en ocasiones a prohibir el matrimonio entre ellos.
Por esta época existía allí un breñal a donde solían ir los pobres de Cartago a recoger leñna para cocinar, en las inmediaciones del breñal vivía una pobre y sencilla mujer que en la mañana del 2 de agosto se encaminó como de costumbre a recoger su carga de leña al breñal, y esta vez encontró sobre una piedra una imagen que representaba a la Santísima Virgen con el Niño en sus brazos, de un tamaño no mayor a una cuarta y tallada en piedra, la recogió y al llegar a su humilde casa la guardó en una cajita de madera.
Cuando ya se acercaba el mediodía, la mujer volvió al breñal por más leña y, llena de admiración, encontró la imagen sobre la misma piedra. La tomó creyendo que era otra imagen y se la llevó a su casa. Cuando abrió la caja para guardarla junto a la otra, llena de estupefacción notó que la otra imagen ya no estaba. Su estupefacción creció a tal punto y casi de espanto, cuando por tercera vez, al volver al breñal encontró la imagen sobre la misma piedra. Sin embargo, la tomó en sus manos y la llevó a su casa, a donde pudo constatar que se había escapado de la caja, y que encontró vacia. La buena y humilde mujer se alarmó muchísimo, corrió a la casa del cura del pueblo, se la entregó y le contó los extraños sucesos que había experimentado momentos antes. El cura, que según cuentan era don Alonso Sandoval, tomó la pequeña imagen y la depositó en un cofre con el fin de examinarla después detenidamente. Al día siguiente cuando el señor cura decidió examinar la imagen, se dió cuenta que ya no estaba en donde la había puesto, y cuando la pobre mujer que anteriormente había descubierto la imagen, decidió volver al breñal a recoger la leña matinal, con asombro encontró la imagen sobre la misma piedra en que tantas veces la había hallado. Corrió la mujer donde el señor cura, este con otras personas del lugar llegaron al breñal y en solemne procesión la llevaron hacia la iglesia parroquial depositándola en el Sagrario. Al día siguiente cuando quisieron examinarla, ya no estaba en el lugar, corrieron todos a la ya conocida piedra en el breñal y allí estaba, sobre la misma piedra. Era la quinta vez que en esta forma se manifestaba la Santísima Virgen, comprendiendo asi que quería tener su casa allí mismo, se dieron inmediatamente a la ardua tarea de levantarle una ermita, mientras podían construirle un templo digno de ella la celestial Señora, "La Virgen de los Angeles"

Los Duendes



No hay una sola persona que no haya escuchado hablar sobre los duendes. De esas pequeñas criaturas con las que las madres amedrentan a los niños: "Te van a llevar los duendes".
Cuando era pequeño me daba miedo de encontrarme con ellos. Los duendes son unos pequeños hombres en miniatura que miden como medio metro de altura, usan boina grande y visten lujosamente, con trajes de colores. La mayor parte del tiempo andan juntos. Andan por los potreros, cafetales y caminos solitarios, no les importa si es noche o de día con tal de andar vagabundos.
Al visitar una casa se hacen invisibles, molestan demasiado, echando cochinadas en las comidas, tiran lo que se encuentre en sus manos. Pero lo que más persiguen es a los niños de corta edad, los engañan con confites y juguetes bonitos; así se los llevan de sus casas para perderlos. Si el niño no quiere irse, se lo llevan a la fuerza; aunque llore o grite. Una vez un señor, quién me merece todo respeto, contó que una noche, cuando él iba a caballo con otro amigo vio saltar un chiquito a la orilla del camino. Al ver esa figurilla en ese camino tan solitario y en horas tan inoportunas ambos se extrañaron; bajaron el ritmo de los caballos para preguntarle hacia donde se dirigía. Voy a hacer un mandadillo dijo el pequeñín. Pero a pesar de que apresuraban el paso, el pequeñín los seguía a cierta distancia, con una habilidad increible. Aquel espectáculo los puso como piel de gallina, y no querían mirar hacia atrás; y cuando quisieron mirar, había desaparecido.
Algo muy parecido a esta historia anterior le sucedió al hijo de un amigo. Sus padres lo buscaron por todos lados, se había perdido hacía dos días, quién estaba en un potrero lejano del pueblo.
Cuando se le pregunto como había llegado allí, dijo que unos hombrecitos muy pequeños se lo habían llevado dándole confites y juguetes; pero cuando estaban lejos del pueblo, pellizcaban y molestaban y mientras lloraba, aquella jerga de chiquillos reían y bailaban.
Este suceso se comentó mucho en aquel pueblo y es digno de estudiarse por lo misterioso del caso.
Dicen las gentes que para ahuyentar los duendes de una casa, aconsejan poner un baile bien encandilado con música bien sonada.

El Cadejos



Vení temprano le decía Juan a su padre que por sus largas borracheras no paraba en su casa ni de día, ni de noche. A lo cual contestaba este "hijo de Dios en mi casa cuídame tu a mi familia, madre que te engendró y padre respeto por Dios quiero yo".
Aburrido de estas palabras que a diario escuchaba, decidió darle un escarmiento, consiguió un cuero negro, varias cadenas de perro y se escondió a su espera.
Como siempre y de madrugada apareció su padre con tremenda borrachera, aprovechó Juan y poniéndose el cuero y sonando las cadenas quiso darle una lección.
"Por asustarme y contradecirme "cadejos" quedarás y a todos los borrachos del mundo en sus necesidades ayudarás".



Espeluznante y fantástico animal que la gente supersticiosa lo señala como un enorme perro, de ojos encendidos, de pelo muy largo y enmarañado, que desde tempranas horas de la noche salía a asustar a las personas, en especial a los que andaban en malos pasos o niños desobedientes, o a espantar caballos, gallinas y hacer otras diabluras más.
Según algunos vecinos del pueblo, era lo más tétrico y pavoroso que le podía haber sucedido a los que hubieran tenido ia mala suerte de ver a la más terrible de todas esas maléficas criaturas: el "Cadejos". Al perro negro y encantado que aparecía y desaparecía como obra de magia, arrastrando enormes e invisibles cadena? que se oían pero que no se veían, rechinando largos y puntiagudos colmillos y lanzando fuego por la boca, ojos y orejas. Las personas que tuvieron la mala suerte de verlo solían decir que era el verdadero Lucifer personificado en forma de perro.
Se cuenta también de que muchos hombres y muy valientes que se aventuraron a andar a deshoras de la noche, por las calles solitarias de San Juan del Murciélago de antaño, en más de una ocasión regresaron a sus casas "jadeando" de la carrera que les pegó el "espanto del Cadejos", con la vista casi torcida al revés, y además, todos "mojados" y "untados" por haber visto al maléfico perro negro.
Según los relatos que dan consistencia a la leyenda del Cadejos, este horrible perro negro es el resultado de una maldición. Transportándonos al pasado, veamos qué fue lo que sucedió:
Era una humilde familia; el marido solía con frecuencia emborracharse en las cantinas y, llegando a deshoras de la noche a su casa, hacía un escándalo tremendo. Sacaba la cruceta y amenazaba de muerte a todo aquel que se atreviera a ponerle la mano encima. Otras veces le pegaba salvajemente a su mujer por motivos realmente insignificantes. El hijo mayor de la familia decidió un día darle un buen susto cuando éste regresaba de sus andanzas nocturnas.
Se consiguió un cuero peludo y, cuando fue ya tarde de la noche, se dirigió hacia un punto oscuro y solitario del camino, por el cual tenía que pasar su padre de regreso a casa.
Y de veras, cuando distinguió la sombra del hombre que se acercaba, se puso el cuero peludo, luego avanzó de cuatro patas al encuentro de su padre, convertido en horrendo animal de ultratumba.
El resultado fue óptimo para el muchacho, pues su papá, al ver aquella aterradora aparición, casi le da un ataque del susto y corrió tan rápido alejándose de aquel lugar que parecía que los tantos años vividos ya no le pesaran.
La estremecedora aparición continuó sal iéndole al encuentro en el mismo paraje, cada vez que su papá regresaba de sus correrías nocturnas. Pero, a pesar de todos estos sustos, no lo hacía abandonar su mala conducta y mucho menos el vicio del licor.
Un buen día se le agotó la paciencia al hombre y dominado el miedo que aquella espeluznante aparición le producía, levantó la cruceta para disponerse a hacer un picadillo a cuchilladas al espanto, pero cuando ya iba a asestar el primer golpe mortal, escuchó !a voz de su hijo que muy temeroso le gritaba que todo había sido una broma, que lo perdonara y que no lo matara.
El padre, al constatar que aquel hijo lo había hecho objeto de burla y de tan horrenda broma, profirió una maldición al muchacho: "De cuatro patas andarás toda la vida". La maldición se cumplió y aquel hijo se convirtió en perro grande y negro, que la noche más oscura no lo es tanto con su negrura.
Esa fue la maldición por haber asustado a su padre: pasaría él a ser el Cadejos, para horror de la gente: ese perro de apariencia pavorosa, capaz de erizarle el pelo al más pintado.
Nunca se ha sabido que este espanto haya atacado a nadie. Al contrario, muchos supersticiosos aseguran que más bien suele acompañar a los solitarios caminantes para defenderlos del peligro. Aunque la tradición advierte, sin embargo , que si alguien intenta golpear a este perro en tinieblas, éste aumentará de tamaño, ligero se enfurecerá y el atrevido corre seno peligro de una agresión.
¿Será cierto o no la anterior versión?
Le será fácil a aquel que quisiera averiguarlo. Todo es encontrarse con el Cadejos, en las calles oscuras de San Juan del Murciélago.
Relato hecho por: Nelly Peña



"Tiene un orígen vulgar pero con la edad va cogiendo prestigio y decoro".
"Fue el tercer hijo varón parrandero y vago de un gamonal de Escazú.
Siempre hechado de día, en las noches envolvía un yugo en cobijas, lo ponía en la cama y se escabullía a parrandear. El padre furioso, y los hermanos no mucho menos, le llevaron casi a la fuerza al monte, a "tapar" frijoles. Apenas llegó a la finca se echó a sestear. Entonces ocurrió: el padre le maldijo:"Echado y a cuatro patas seguirás por los siglos de los siglos, amén". Y súbitamente se transformó en ese perro grande, adusto, flaco, erizo que trota al lado de los parranderos que viven lejos y les acompaña con su trotecillo ligero, triste y advertidor".
"¿No has oído su aullido venteando la muerte entre los alarmantes cipreses de los cementerios aldeanos? El oye el pasar de las almas que se van, el vuelo de las prófugas del purgatorio y el aletear del Angel del Misterio".

La Carreta Sin Bueyes



Cuántas versiones se habrán escuchado y leido acerca de la Carreta sin Bueyes, a lo largo y ancho del territorio nacional, a través de los años.
Hoy podremos leer esta leyenda, sobre una historia de amor; donde se une lo pagano con lo religioso. Más que un mito es una forma de expresión que ha pasado en la forma oral y escrita a formar parte de nuestro acervo cultural.



LA CARRETA SIN BUEYES Versión A
Vivía en un caserío del antiguo San José, pueblo de carretas, gente sencilla y creyencera; una bruja quien estaba enamorada del más gallardo de los muchachos del pueblo.
El muchacho por su gran apego a su fe cristiana no quería tener nada con ella pero la bruja valiéndose de artificios, lo logró conquistar y así vivir con él mucho tiempo, conviertiéndolo en un ser similar a ella.
Como se puede notar nadie estaba de acuerdo con esta unión, mucho menos el cura del pueblo el cual en sus prédicas denunciaba el hecho, al pasar de los años aquel muchacho, ya mayor, tuvo una enfermedad incurable y pidió a la bruja que si se moría, le dieran los santos oficios en el templo del lugar.
Al solicitarle al sacerdote la última petición de su amado la bruja recibió la negativa debido al pecado arrastrado en su vida.
La bruja dijo por las buenas o por las malas y al morir su hombre, "enyugó" los bueyes a la carreta y puso la caja con el cuerpo muerto, cogió su escoba, su machete y se encaminó al templo.
Los bueyes iban con gran rapidez pero al llegar a la puerta, el sacerdote les dijo "en el nombre de Dios paren", los animales hicieron caso, más no la bruja la cual blasfemaba contra lo sagrado.
El sacerdote perdonó a los bueyes por haber hecho caso y la bruja, la carreta y el muerto todavía vagan por el mundo, y algunas noches se oyen las ruedas de la carreta pasando por las calles de los pueblos arrastrada por la mano peluda del mismito diablo.

LA CARRETA SIN BUEYES Versión B
Vivía una bruja en una comunidad aledaña a la capital; se encontraba enamorada de un joven muy guapo y elegante, que provenía de una familia adinerada y trabajadora, dedicada a los cultivos de! café, maíz, arroz, frijoles, caña de azúcar y hortalizas.
Ella era una mujer de baja estatura, de tez blanca, regordete y cachetona, de nariz aguilucha, de ojos color miel, pero muy avivatados. Sus atuendos eran algo raros: usaba faldas largas, con trenzas en el pelo, ya que lo tenía muy largo; también se acompañaba de un sombrero de pico y andaba a pies descalzos. En el pueblo la conocían como Epifanía, "la mujer de los perros", ya que en su casa tenía como una veintena de ellos. Se dice que cuando pasaban por su hogar, éste despedía raros olores.
Epifanía, valiéndose de artificios o hechicerías, logró conquistar al joven apuesto y se lo llevó a vivir con ella. Al tiempo, él terminó siendo similar a la bruja.
Con el pasar de los años aquel joven se transformó en una persona vieja, pero víctima de múltiples enfermedades. Él le solicitó a la bruja de su mujer, que por favor fuera donde el curita de Iglesia a pedirle que, cuando él muriera, le dieran los santos oficios en el templo del lugar.
Encaminóse la bruja Epifanía para hablar con el sacerdote, el cual le dijo que no podía hacerlo por el pecado arrastrado en su vida. La bruja Epifanía dijo: "Por las buenas o por las malas, usted tendrá que recibir a mi amado".
Pasaron unos pocos días y empeoró la salud de su "amado" hasta llegar su muerte, y Epifanía se prometió a sí misma que ella pasaría a la Iglesia con el cadáver para que se cumpliera el deseo que !e había pedido su amante.
Con el corazón lleno de amargura y sufrimiento, con los ojos inundados de lágrimas, Epifanía enyugó los bueyes y pegó la carreta. Se llevó al cuarto una caja de madera y depósito el cadáver de su amado, lo montó a la carreta, tomó el machete y su escoba, agarró el chuzo y picó a los bueyes, tomando un paso muy rápido, con destino a la Iglesia. Cuando llegaron a las puertas del templo, el sacerdote salió a su encuentro, y les dijo a los bueyes... "En el nombre de Dios, paren". Los animales hicieron caso, más la bruja Epifanía en su desesperación blasfemó contra lo sagrado.
El sacerdote perdonó a los bueyes por haber hecho caso, mientras que la bruja Epifanía, el ataúd con el cadáver de su hombre y la carreta, vagan por fas calles de nuestros pueblos hasta la eternidad...
Relato realizado por don Pedro Pérez Rodríguez.

LA CARRETA SIN BUEYES Versión C
La época traía sus propios problemas. El nuevo mandatario, con arrestos de estadista, quería dejar marcado su paso innovador. ¿La recompensa? Acatar y seguir sus órdenes, confiando en sus ideas que buscan el bien común.
San José de la Boca del Monte tendría que constituirse -bajo el mando del caudillo - en la ciudad más pujante de la nueva república. Claro es que no podría ser esto posible si sus habitantes continuaban desperdigados por todo el valle. ¡Ese vivir a sus anchas, casi incomunicados entre sus predios por un huraño egoísmo! El decir comodón para justificarse era: "Cada quien en su casa y Dios en la de todos"; y por ese principio tan poco civilizado, alimentaban una libertad enferma, negadora de toda solidaridad y una convivencia fuerte, la vitalidad que requieren los pueblos para ser productivos y amantes del progreso. Esta situación tenía que ser revertida.
Pronto, no sin enseñar su mano conductora y firme, el caudillo comenzó a observar cómo San José de la Boca del Monte enseñaba los primeros brotes organizativos que la conducirían a modernizarse como ciudad. Ya se perfilaba, gracias a la conducción inteligente, paternal e inflexible de un buen conductor de pueblos. Allí, aunque rudimentariamente, el gobierno les ofrecía las bases necesarias para llevar adelante aquel proyecto innovador: Hacer una ciudad. ¿Cómo no caer en la tentación de adquirir lo necesario para hacer más agradable la vida? Aquellos primeros pobladores montaraces, acostumbrados a luchar con la adversidad de una colonia descuidada del Reino de Guatemala, comenzaban a sentir el calor humano necesario para renunciar a un aislamiento comodón, que les dificultaba la vida.
Una mañana esplendorosa, en Cabildo Abierto, los vecinos decidieron bajar del monte por unanimidad, para acatar las órdenes del caudillo. No era cosa de desairar las ordenanzas y proclamas del gobernante.
Se comenzó por repartir la tierra del asentamiento, en cuadrantes de una manzana de extensión para asentar a cuatro familias.
De inmediato, todas ellas iniciaron la "fiesta del barro" para construir sus buenas y espaciosas casas de adobes. Aquel embrión de ciudad hervía de entusiasmo y laboriosidad: unos cortando y jalando la madera de la montaña cercana, otros con sus bestias batiendo el barro, los más ingeniosos, fabricando las tejas que moldearían en sus piernas. ¿Qué decir de los hornos que fabricaron para el uso en común y de la febril actividad desplegada por sus mujeres? Que lo hacían alborozadas: algunas picando el zacate para la mezcla del barro. otras cortando el "chagüite" para dar de comer al ganado, y otras más especializadas, haciendo el pan y el "bizcocho" para todos.
En menos de un año. aquellos labriegos ya estaban disfrutando de una buena casa con galerón de ordeño, troje y galpón para guardar aperos de labranza y una porción importante de terreno donde sembrar y cosechar las legumbres para el gasto familiar La holgura de que habían gozado, ahora la tenian también, pero en forma más organizada en comunidad.
Aconteció que, ya agrupados como pueblo, la naturaleza al parecer quiso ponerlos a prueba. Noticias venidas de la zona norte del país causaban la alarma natural, anunciando la peste del colera.
Cundió la alarma en el pueblo: Juancho Pacheco, casa a casa, convocaba a los vecinos para reunirse en casa de Eduviges Brenes esa misma noche.
Como era de esperarse, Juan de Dios, conocido como "Juancho", activo y buen hablador, dio muestra de una elocuencia encendida; que para motivarlos fue suficiente:
- Vean, compañeros, yo no sabía que'l cólera... ese mal que acabó con tantas gentes en la guerra del cincuenta y seis, que es que se produce por la cochinada. Y esto me lo acaba de palabrear el dautor Gómez anticos d'irse pa'l norte llamado por el gobierno. Y no es cuento, el sabe muncho d' esto; idiay: Si viene de una universidá de "las europas". ¿Saben de quién es hijo? De don Paco Gómez, que por cierto está aquí con nosotros. Quiero pedile a don Paco, que sabe más de este asunto que yo, que tome la palabra para que les cuente lo que dice el dautor. ¡Como él no se encuentra aquí! Parece que lo mandaron allá por la Lajuela, que esta la cosa bien jodida, y ya hay muchos muertos. ¡Lo que's saber, veda! ¡Y nosotros tan mansitos, tan inorantes sin priocupanos por nada y con el "mierderío" casi metió en las casa! Mejor que nos hable don Paco. Él sabe más que yo d'esto.
- Buenas noches y muchas gracias por estar todos reunidos esta noche, y muchas gracias a Juancho que se priocupó por haceles el llamado. ¡Carambas! Y es que no es para menos. Conversando con m'hijo, me esplicaba para que hagamos algo, que eso de estar como almacenando el "mierderio" en esos escusados de hueco, nos tiene como quien dice amenazados con enfermedades terribles. Disque entonces dice m'hijo que por tener esa forma cochina de vivir es que tenemos tantos chacalines muertos por diarreas y colerines. Pero que si no nos libramos de esa cantidad de excrementos que tenemos en nuestras casas, el cólera puede aparecer d'iun pronto a otro, y no va quedar cristiano vivo para que cuente el cuento. Además que tenemos que tener agua potable pa' lávanos las manos, y es que dice que nosotros todo lo comemos con caca, por falta de higiene. Que tenemos que hacer algo o si no la epidemia nos va a castigar. Vieran... Dice m'hijo que por cochinos y faltos de aseo, y lo dice en broma. somos unos "comemierdas". Claro, él me lo viene diciendo desde hace mucho, pero ni caso l'iago, sólo que ahora con la cantidad de muertos que el cólera hizo en Perú, ya se me metieron las cabras. Es por esto que les voy a pedir a todos que hagamos algo, pero ya.
- ¿Y qué podemos hacer aquí? - dijo don Eduviges,
- Reunilos con el dautor. - sugirió Juancho. Si me encargan a yo y hacen lo que él me diga... voy.
- "¡Te acuerpamos!" Dijeron todos al unísono, y se levantó la sesión.
- Al día siguiente Juancho, muy de mañanita, se fue a buscar al doctor Gómez, el cual lo recibió muy amable y entrador.
- Dautor: Vengo pa'que me ayude a convencer a estos entumios del pueblo pa'que suelten. Ellos dicen que aceitan lo qu'iusté mande. Y ya usté sabe la manera de losotros... ¡cochinitos! ¡cochinitos!
-Es buena la idea. Precisamente una de las actividades debe comenzar por la educación, pero para eso debe organizarse un Comité de Vecinos, para que se encargue de la higiene del pueblo.
- Mira, Juancho, para hacer mas democrático el nombramiento, le nombro desde ahora Presidente del Comité. Búscate a otros compañeros y yo te daré las instrucciones de lo que hay que hacer. ¿Estamos? ¡Bueno! No hay tiempo que perder. La peste avanza, pero la tubería del gobierno ya está por llegar y hay que instalarla. El agua, que es primordial para la salud, la traeremos del ojo de agua de la Ortigia. La tubería es obsequio del gobierno, pero nosotros tenemos que poner la mano de obra. Pero olvidaba decirte, tenemos que vaciar todas las letrinas del pueblo inmediatamente.
- ¿Y quién cré usté que pueda hacer esa chamba, dautor?
No lo sé, para eso te he encargado a vos. Tenes que encontrar a esa persona.
- Terminada la conversación, Juan de Dios no perdió su tiempo, y como Presidente del Comité de Sanidad de San José de la Boca del Monte, se dedicó con ahínco encomiable a formar el comité, en el cual tuvo enorme éxito. Barajando nombres de la comunidad, alguien mencionó a la familia Cubillo, formada por doña Consuelo Ortiz y su marido don Concepción Cubillo, cuyos hijos varones estaban en los dieciocho años el menor, veinte y veintiuno los mayores.
- Explicóles Juancho del trabajillo tan necesario para el pueblo. Y Daniel, el mayor de todos, dijo:
- ¿Y cómo cree que podemos hacer esa trabajada, Juancho?
- ¡Huuuuu! ¡Eso es pura cajeta! Mira, le ponés un sobre-cajón a una carreta y te caben seis barriles bien cómodos. Con un balde y un mecate encomenzas a sacar el "mierderío" y lo vacias en los barriles. Luego, como ustedes no quieren que los vean, se ponen unos vestidos negros que les cubran hasta la cabeza, y así, entre dos, jalan la carreta hasta el río Virilla pa'vaciala, y asunto arreglado. Como ya el caserío tiene doscientas casas, con diez que vacén por noche, cad'uno de ustedes va'ser tamaño poquillo de gurbia.
- Por ahí la cosa parece güena, -dijo Miguel-, Pero ¿el embarrijo y la pestilencia? A yo se me descompone la panza.
- A yo también - dijo el menorcillo.
- ¿Y qué tal si les damos una botella de cususa a cad'uno. pa'que se forren bien?
- Ansina suena la cosa sabes. Pero ¿y la vergüenza de andar calle arriba y calle abajo con esa cochinada? ¿Qué van a decinos las muchachas si nos ven?
- Eso se arregla fácil - los convenció Juancho. Si encomienzan la jalada pa'endespués de las diez de la noche, cuando todos están dormidos, naditica los va'ispiar, ni siquiera onde vayan a sacala. Además, ese secreto yo lo guardaré pa'siempre pa'que "naide" lo sepa
- Así estamos claros -dijo convencido Miguel, - pero ios parranderos que andan alzados y jumiticos nos podrían ispiar... ¿No crén?
- Eso déjemelon a mi cuenta. Yo sé como arreglar esa marucha - los tranquilizó Juancho.
Y hubo convocatoria al pueblo en la plaza del lugar, firmada por el doctor Gómez y el Comité de Vecinos presidido por Juan de Dios Solano y los hermanos Cubillos, apoyados por Don Eduviges Brenes, que les asesoraba para la cañería. En esa reunión, el galeno les hizo recomendaciones, haciéndolos recapacitar sobre la importancia de una mayor comprensión de los problemas sanitarios. Su discurso provocó una gran ovación, y al momento estaban largas filas apuntándose como voluntarios para la cañería. Además, ofrecieron pagar un estipendio generoso por la vaciada de los tanques sépticos.
El trabajo de los incógnitos pronto se dio a conocer. El vacíamente de los tanques llenó de júbilo a los beneficiados, sólo que, coincidentemente, la población se sobrecogió de espanto. Si bien era cierto que aquellas piadosas personas estaban siempre en buenas relaciones con Dios (según el decir) y con la Iglesia, que era otro decir, comenzaron a darse ciertas situaciones misteriosas. Después de que el farolero apagaba los candiles, aquellas calles quedaban desoladas y con una oscuridad untuosa, fantasmal, que mantenía en vilo a todos los moradores. Y a la par del espeluzno de ciertos sustos y fantasmas también, para que la cosa fuera más completa, comenzaron a desaparecerse las gallinas, los nidos eran saqueados, el maíz de las trojes, y hasta uno que otro cerdito encebado. Y para sorpresa mayor, muchas de las niñas virtuosas del pueblo aparecieron preñadas, y no faltó quien alegara aquello como obra del Espíritu Santo. ¡Vaya blasfemia! -decían las beatas intrigadas y poniendo las barbas en remojo.. Para completar el cuadro de tan peculiar suceso, los pocos audaces que se atrevían a echarse una cana al aire regresando tarde a sus hogares aparecían al amanecer, entumidos, sin habla y con la vista perdida. Cuando volvían en sí, afirmaban haber visto una carreta sin bueyes que los dejó horrorizados. Tanto se repitió la historia que llegó a figurar entre otras tantas apariciones y consejas con que el pueblo entretenía sus veladas y rezos. Claro es que todos los moradores eran testigos de aquel deambular de la carreta, pues la oían pasar todas las noches con el sobrecogimiento natural que produce una creencia arraigada. Nadie había dejado de oír el clac, clac de su bocina de bronce.
"Sí", dijo el abuelo después de oír esta versión de la Carreta sin Bueyes. Mi abuelo me llegó a platicar sobre esta historia y me contó algo más. Los Cubillos llegaron a ser los mandamás del pueblo y tuvieron la delicadeza de reconocer todos los chacalines que nacieron en aquellos aciagos días del cólera, y que no fueron pocos. Mi abuelo decía que sumaban más de cien, y ni para qué decir que en los primeros cien años, los dos tercios de la población eran Cubillos. ¿Qué les parece?

El Rey de los Tapires

Igual que los cerdos de monte y los venados, los tapires tienen también su rey. Una vez dos indios fueron a cazar al bosque, llevando cada uno su arco y sus flechas. Se encontraron con un tapir blanco y trataron de matarlo, pero no tuvieron éxito. Ambos echaron a correr detrás del animal, pero perdieron sus huellas, y uno de los indios desapareció sin que se supiera cómo. El otro lo buscó por todas partes pero no lo encontró. Entonces volvió a su casa y preguntó por su compañero, y como no había regresado, todos pensaron que había caído en una trampa y había perdido la vida.
Pero el desaparecido corrió y corrió detrás del tapir hasta que lo perdió de vista; entonces se paró para descansar. Pronto sus oídos percibieron el canto de un gallo. Creyendo que se encontraba cerca de alguna casa, se acercó para ver y se encontró con un palenque muy grande. Entró en el palenque y se halló en la presencia de un hombre de fornida apariencia. "Heme aquí, ¿quién eres tú?" dijo el indio. Y el otro contestó: "¿A qué has venido?" Entonces el indio cazador le contó cómo había apuntado a un tapir y cómo lo había perdido. En respuesta el hombre del palenque le habló en estos términos: "¿Por qué haces un juego de cacería? Cuando dispares hazlo para matar, de manera que la pobre bestia no caiga herida para ser comida por los gusanos".
"Sin embargo, veo que estás cansado; pasa y siéntate". Le trajo la chicha y le dio de comer carne del tapir al que el cazador había disparado sin alcanzarlo, pero que el dueño de la casa había matado.
Y después que hubo descansado, bebido y comido, el cazador dijo que ya había hecho una visita bastante larga. El anfitrión le contestó: "Toma este pedazo de la caña y plántalo en tu casa, y cuando la caña crezca hasta su tamaño natural otra vez, entonces, pero no antes de eso, podrás hablar otra vez".
Cuando el cazador volvió a su casa, no pudo decir una palabra y entonces sembró la caña; y ésta creció, y cuando hubo alcanzado su tamaño normal, el cazador pudo hablar otra vez y contó a todos lo que le había pasado.
El hombre a quien había visitado era el rey de los tapires y por eso le había tratado así.